Semblanza de Carmen Imbert Brugal

Semblanza de Carmen Imbert Brugal

Carmen es una de las mujeres más destacadas de nuestro país: escritora, conferencias y seminarios internacionales así como locales. Desde 1991 se dedica a la comunicación a través de la radio y la televisión. Actualmente es Columnista del periódico comunicadora –creadora de opinión-, abogada y profesora. Ha sido ayudante de la Procuraduría Fiscal del Distrito Nacional, Jueza de Instrucción, profesora de Derecho Penal y Procesal Penal, Docente ILANUD, jueza suplente Junta Electoral DN. Participante en decenas de foros, HOY y de Clave Digital.


Carmen Imbert Brugal ha publicado Palabras de otro tiempo y de siempre (poesía), Infidencias (relatos), Tráfico de mujeres: visión de una nación exportadora (ensayo realizado con Cristina Cavalcanti y Margarita Cordero), Prostitución: esclavitud sexual femenina (ensayo), El Ministerio Público -para Participación Ciudadana-.

En el genero novela, la autora ha publicado Distinguida Señora, Volver al Frío y Sueños de Salitre esta última publicada por la Editorial Norma.
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Muestra de su Obra
-fragmento de dos de sus novelas-

Sueños de Salitre
Por Carmen Imbert Brugal

… El acantilado , la roca donde se despeinan las olas. Esa humedad de salitre, la oquedad del caracol, el molusco. La sonrisa de la negra que se menea cuando las congas retumban y el sudor de percusión le resbala por los hombros. Fíjate bien, Tina, sólo la apacigua el saxo cuando se mete por cualquier huequito. Baila como ella, Tina. No te detengas.
Tú eres la tarde cayendo, esa sombra tornasolada que trae silencio para encender la noche y perfumarla con el ilang ilang de los bares, con esas luces rojas que transportan caricias o se las roban si se quedan debajo del mantel cuando mis manos caminan por tus muslos erizados. Y continúas, sonriéndole al mozo para despistarlo, como si él no supiera lo que está pasando y te respetara y ratificara que las señoras no sienten ni padecen, ni las acarician, ni las manosean, ni las arrastran o las sabrosean o pierden la compostura para responder a los guiños de la carne, a las musarañas del gusto.
Eres la tentación mordiendo el deseo, el deslumbramiento de día y de noche, pesadilla de ganas que moja sábanas, calzoncillos, toallas, sillones. Mi pozo de la dicha, mi tibio y profundo refugio. Tina, Tina, para bañarme, Tina con pretina no es sentina. Tina de Cristina por cristiana, la que tiene el pensamiento claro y lo debes tener más que nunca o para siempre. Tina, atina o desatina o se destina o se elimina.
Eres mi alazán, mi atarraya, mi chinchorro, mi fruta en sazón, mi ámbar, mi piedra volcánica, mi larimar, mi cariñito azucarado, mi verde que te quiero verde. Puedes escribir, conmigo, los versos más tristes esta noche y tiritan azules los astros a lo lejos y yo te quiero a veces y tú también, porque nada es de nadie si otro lo ansía. Y por eso te llevé a la calle de la Veracruz, calle que nunca fue mi calle, pero puede ser mi casa, o mi familia o mi mujer o yo.
Espera, Tina, que aún la nave del olvido no ha partido y no tienes que elegir entre tu mar y mi amor porque no tienes mar, ni conoces las espumas viajeras. El mar es mío y tú lo sabes y esto no es amor, ni hubo ayer, ni dichas pasajeras. Esto es un día, un veinticuatro horas, un presente que estás aprendiendo a repetir, una y otra vez, hasta que puedas, hasta que el cuerpo aguante. Porque aquí lo repetimos todos, con más o menos suerte, con más o menos dinero.
No habrá nunca despedida. Tampoco niebla del riachuelo amarrada a un recuerdo, ni yo sigo esperando, ni he vuelto. Me quedo. No te devuelvo ninguna promesa de adorarte, que no te he hecho. Te adoro ahora, en este instante, queriéndote así, viendo como gozas, como gritas, como te mueves, como, en lugar de olvidarme, olvidas. Si te vas es porque yo quiero que te vayas, pero ya di la media vuelta para estar contigo hoy, hoy. Me quieres a pesar de lo que dices, lo dices por decir. No lo crees, ni crees que lo estás diciendo.
Mira el norte, mira eso. ¿Cuándo ha sido tuyo tanto azul? ¿Cuándo tanta agua te perteneció? Mira al sur, míralo ahora y mírame. No te sacudas la arena, ni la sal, ni tanta calcárea circunstancia metida entre tus piernas, entre mis manos, en mi boca. Yo no te prometí un jardín de rosas, no te prometí nada, absolutamente nada.

Distinguida Señora
-fragmento-
Por Carmen Imbert Brugal

Siempre tuvo la ilusión de bailar Almendra con Mariana, no me lo dijo nunca, lo sabía. La presentía y movía la victrola, el sonido de la flauta le endulzaba el rostro metiéndole en el cuerpo la inquietud de un fornicio imposible. Mariana era una leyenda, caminaba con sus fantasmas concitando la reverencia y el silencio. Llegaba a la bodega sin premuras cotidianas, nunca pidió tocino, ni jengibre, ni aceite, solicitaba Chesterfield y si la hora era propicia, aceptaba un trago de ron que era lo más irreverente para una mujer entonces. Tuteaba a todo el mundo, tenía una simpática manera de modular cuando hablaba, era realmente bella, pero sus encantos se perdían en la leyenda y en los altibajos de su vida disoluta. Su ubicación social era difícil, a pesar de ser blanca y exhibir en su rostro unos ojos irremedia­blemente verdes, no le permitían, ni ella se planteaba, asistir al club del pueblo.
Escasos sobrevivientes de los centros de tortura conservaba como amigos, era una manera de no recrear el dolor o de no imponerles su valentía. Su condición genérica impresionaba al más abierto, cómo excluir la solidaridad de la tentación provocada por esta mujer. Ella sabía eso y más, por eso andaba sola y cuando quería compañía la pedía, la buscaba.
Tenía un hijo, nacido antes de la cárcel, en ocasiones se le veía con él pero evitaba la identificación del vástago para garantizarle su vida. Compañeros de prisión hablaban de su fortaleza y de su descaro en los interrogatorios, también recuerdan sus gritos cuando la torturaban. Gritaba al inicio, era el grito de la resistencia, después podían permanecer con ella diez horas y ni un gemido se escuchaba, sólo cuando la sacaban al pasillo notaban qué había ocurrido. Su cuerpo fue convertido en cenicero, cada sicario apagaba el fuego de su cigarrillo sobre la escasa piel que lo cubría. El día de su cumpleaños le tiraron en la celda una bolsa llena de rolos, pinchos y esmalte para las uñas con la orden expresa de utilizar todo. No tenía fuerzas, la oferta le parecía absurda. Dejó la funda en una esquina, cuando el guardián abrió la celda notó que no había satisfecho la orden y se comunicó con el jefe de la prisión. Fue sacada violentamente del espacio, la obligaron a colocarse los rolos y a pintarse cada una de las uñas.
Mariana, durante sesenta días, no había mencionado un hecho, un nombre, un lugar, un indicio. El “no sé” de sus labios secos y rotos alucinaba a los encargados de sacarle, a sangre y fuego, alguna pista digna para descubrir a “los traidores del pueblo”.
El dolor es sólo una vez, después se convierte en recuerdo del primero, la astucia radica en evitar su acoso. Sus largos mechones de pelo castaño, sucio y opaco se enredaron entre los tubos que le ofrecieron, tenía la cabeza llena de esos cilindros. Cuando terminó con los cabellos, pintó cada una de sus uñas. Mientras hacía el trabajo, escuchaba las exclamaciones de los guardias y el acostumbrado repertorio de groserías. Descartó esta vez el estupro, ya quedaba poco de su cuerpo y qué más podrían disfrutar si se cansaron de usarla. Su imaginación no pudo presentir que eligieron ese día para extraerle sus veinte uñas rojas.
Intentaron reanimarla con baldes de agua fría y con alcohol, la querían fuerte para la segunda parte. La sentaron frente a un espejo y sólo recuerda una mano enorme arrancándole uno de los rolos. Todos los quitaron de la misma manera, lo supo treinta y seis horas después, cuando tocó su cabeza y notó la ausencia de cabello y palpó las escoriaciones que los tirones le provocaron. Ismael sabía eso, su historia era conocida, Mariana no la repetía, se agarró del silencio para sobrevivir. Transcurrieron los años, su única nieta descubrió su espalda y le preguntó por qué era así. Mariana, coqueta y tranquila atribuyó a la vejez las deformaciones. La niña creció pensando que los años hacían marcas raras, no sólo arrugas ni carreteritas sino montañas y perforaciones.
Se tomó el último trago con Ismael y desapareció sin concederle la dicha de bailar Almendra. Regresó envuelta en los humos mágicos de la locura. La veían, de tiempo en tiempo, con un frasco de esmalte entre las manos preguntando ¿quién quiere que le pinte las uñas?
Sus amigos la abandonaron, echaron en el saco hondo de la indiferencia parte de su vida. Él último que Ismael recordaba aludiéndola, tenía en sus palabras la lápida.
—Y qué voy a saber de Mariana. Esa mujer está loca.

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